sábado, agosto 20, 2005

Ese eterno ritual

Dolores y Francisco se conocieron en la Guardia del Hospital Santa Lucía. Su encuentro no fue durante una nochebuena, ni en un irresponsable fin de año. Francisco había vaciado un pomo de espuma sobre el ojo derecho de su vecina en la kermesse del Estrella Federal de Vicente López. Ambos nietos fueron a acompañar a sus abuelos a la Milonga de Carnaval del club de su barrio. Con apenas 7 años los chicos descubrieron una forma de comunicación entre las personas que cambiaría sus vidas y continuaron viéndose cada vez que sus abuelos coincidían en algún evento tanguero. A los pocos meses convencieron a sus familias de llevarlos a una escuela para poder cambiar las muñecas por los zapatos de taco alto, los matchbox por un chambergo y el saltar la soga o el elástico por giros y contragiros sin perder el eje del cuerpo. Poco tiempo pasó para que el primer abrazo entre ellos equilibrara sus posturas y entre ochos, ganchos y sacadas comenzaron a caminar con la cadencia que copiaron de sus abuelos.
Al cumplir los once años, Dolores y su familia migraron al interior del país y a pesar de los ruegos de su hija el padre aceptó una oferta laboral en Tucumán. Durante los años de separación siguieron escribiéndose cartas, intercambiando letras y melodías de tangos que fueron descubriendo en una adolescencia diferente a la acostumbrada por sus compañeros de colegio.
Dolores decidió estudiar en Buenos Aires al terminar su secundario y el encuentro pactado fue en la Ideal. Francisco lustró sus zapatos, planchó su mejor camisa y estrenó un pantalón negro pinzado. La puerta de entrada advertía la cantidad de gente que se encontraba en el lugar. Los espejos, vitrinas y la mismísima araña del lugar eran testigos de ir y venir de las parejas entre tangos y milongas. Echó un vistazo a los alrededores de la pista y no vio a nadie parecido a su víctima carnavalesca. Saludó un par de conocidos y decidió sentarse a tomarse un moscato en la única mesa que encontró libre. Finalmente cuando los primeros compases de A Media Luz comenzaron a sonar, escuchó una voz familiar, que rompiendo todos los códigos del lugar, lo invitaba a la pista. Giró lentamente mirando hacia los pies hasta encontrarse con unos zapatos negros con tacos de 10 cm con una delicada tira en "Y" que abrazaba un delgado tobillo. Unas medias color piel se perdían en un vestido azul entallado a una figura que apenas reconocía. Pasó respetuosamente la mirada por un insinuante escote y encontró la misma mirada de aquella vecina del barrio con la cual había soñado tanta veces durante los últimos 7 años. Sin hablar, con apenas una sonrisa escondida por la mordida del labio inferior, le ofreció su mano izquierda y volvieron a cerrar el círculo en un abrazo que prometieron no separar jamás.
Así fue como comenzó un ritual que se repetiría al levantarse de una mesa, al bajar del colectivo 59, al recibir los aplausos del público una vez finalizada su presentación y aquella noche cuando amanecieron en un hotel del centro. También el ofreció su mano para acompañarla en su trabajo de parto al dar a luz a su primer hijo y hoy, 60 años después de aquel reencuentro, el volvió a tender su mano para sentir sus últimos suspiros cuando la vida fue apagando ese cuerpo porteño y logró alejarlos definitivamente de las pistas porteñas.

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